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Vacaciones en Roma: disfrutando de la "Dolce Vita" (IV)

...Y en un visto y no visto estamos ya a martes, nuestro último día en Roma. De hecho, ni siquiera nos quedaba un día entero, sino sólo una mañana. Así que después de dejar las maletas en la recepción y desayunar en nuestra ya conocida cafetería, salimos dispuestos a disfrutar nuestras últimas horas en Roma. Esta vez no cogimos el autobús, pues nos movimos por los alrededores del hotel.

Lo primero que visitamos fue la iglesia del Sacro Cuore del Suffragio, que ya habíamos visto desde el primer día, pero que aún no habíamos tenido ocasión de visitar. La verdad es que la iglesia, muy bonita por fuera, no tenía mucho que ver por dentro. Pero tiene una curiosa historia, que hemos conocido después de volver del viaje. El 15 de noviembre de 1897, el sacerdote francés Victor Jouet, párroco de la capilla, estaba rezando frente al altar cuando una de las velas prendió fuego en el marco del cuadro de la Virgen. Algunos dicen que el fuego fue muy pequeño y que sólo chamuscó la pared. Otros afirman que la capilla completa fue presa de las llamas. Lo cierto es que el humo había trazado una mancha que con un poco de imaginación parecía un rostro. Pronto miles de peregrinos llegaron a rezar durante horas frente a la mancha en la que veían un rostro de expresión afligida, melancólica, dolorida o de sufrimiento. Para los fieles representa la cara y el cuerpo atormentado de un hombre rodeado de llamas.


Al salir de la iglesia nos ocurrió una de las anécdotas más curiosas del viaje. Resulta que nos paró un señor que venía en un coche y nos preguntó si sabíamos dónde estaba la embajada de Francia. Le dijimos que no y entonces empezó la parte rara de la historia. Nos contó que era francés, representante de Versace y que había trabajado para El Corte Inglés. Después de intentar sacarnos información personal, me dijo que me quería hacer un regalo porque le habíamos caído muy bien (según nos dijo, los italianos le caían muy mal y los españoles muy bien, y ese era el motivo por el cual quería hacernos un regalo). Fue entonces cuando sacó de una bolsa un abrigo (de plástico malo, eso se veía a la legua) y me dijo que era un abrigo de piel de Versace (me enseñaba la etiqueta para convencerme, pero lo ponía lejos de nosotros para que no la viésemos) valorado en 900€. Me decía que al llegar a España fuese a comprobarlo a El Corte Inglés (cuando yo creo que nunca han vendido ropa de Versace allí). Justo después de darnos la ropa con el supuesto regalo, nos dijo que le daba mucha vergüenza pero que tenía que pedirnos un favor. Justo al lado de donde estábamos había una pequeña gasolinera, y nos pidió que le dejásemos algo de dinero para repostar. Al decirle que no llevábamos, intentó convencernos. A la segunda o tercera negativa, me pegó un tirón de la bolsa, la metió en el coche y se fue. A unos 20 ó 30 metros paró a otra pareja, que tampoco entró en su juego (al separarse del coche les oímos hablar entre ellos en italiano, así que supongo que inventaría otra excusa para ellos).

Después de esto seguimos caminando hasta llegar al Castel Sant'Angelo. Tuvimos suerte con las entradas, porque debido a un problema en las máquinas de validar la Roma Pass del Coliseo, una de ellas nos salió gratis (y menos mal, porque eran carillas).

También conocido como Mausoleo de Adriano, se comenzó a construir por dicho emperador en el año 135 para ser su mausoleo personal y familiar. Muy pronto el edificio cambió de uso y se convirtió en un edificio militar, y se integró a la Muralla Aureliana en el 403.

El actual nombre del castillo proviene del 590, cuando una gran epidemia de peste golpeó la ciudad de Roma. El Papa de la época, Gregorio I, vio al Arcángel San Miguel, sobre la cima del castillo, envainando su espada, lo cual significaba el fin de la epidemia. Para conmemorar la aparición, una estatua de un ángel de bronce (diseñado por Bernini) corona el edificio.


El castillo en sí no es gran cosa (por dentro nos pareció bastante destartalado), pero lo que sí merece la pena son las vistas. Si nos situamos debajo del Ángel, de espaldas a él, a nuestra izquierda podemos ver el Vittoriano, que es uno de los monumentos que más destacan por su tamaño y color.
Justo de frente encontramos el Ponte Sant'Angelo que, aunque mucho más pequeño y con menos gente, nos recordó al puente de Carlos, de la también preciosa ciudad de Praga.

Y a la derecha, nuestro siguiente destino, la basílica de San Pedro del Vaticano.

Como no teníamos demasiado tiempo, bajamos rápido del castillo y nos dirigimos, por la Via della Conciliazione, hacia la plaza de San Pedro, enteramente proyectada por Gian Lorenzo Bernini entre 1656 y 1657.


La plaza es una gran explanada trapezoidal que se ensancha lateralmente mediante dos pasajes, con forma elíptica, de columnatas rematadas en una balaustrada sobre la que se asientan las figuras de 140 santos de diversas épocas y lugares; en su interior se encuentran dos fuentes, una en cada foco de la elipse, y en medio de la plaza se erigió un monumental obelisco (de 25 metros de alto y 327 toneladas) sin inscripciones traído desde Egipto. La esfera de bronce de la cúspide que, según la leyenda medieval, contenía los restos de Julio César, fue reemplazada por una reliquia de la cruz de Cristo. Los dos pasajes de columnas (284 de 16 metros cada una) se abren a cada lado simbolizando el abrazo de acogida de la Iglesia al visitante.


Y tan acogedores deben ser esos brazos que la cola para entrar a la basílica era indescriptible. Casi rodeaba la totalidad de la plaza, pero tuvimos suerte y la cosa avanzó bastante rápido, por lo que en una media hora pudimos entrar.

Se trata del más importante edificio religioso del catolicismo, y la segunda mayor basílica del mundo tras la Basílica de Nuestra Señora de la Paz de Yamusukro (Costa de Marfil).

Comenzó siendo un monumento conmemorativo, en el lugar donde San Pedro fue martirizado y enterrado, no lejos del circo de Nerón. Entre el 326 y el 330, el emperador Constantino hizo construir una basílica, a expensas del Papa Silvestre I, que fue terminada 30 años después.

La construcción del edificio actual se inició en 1506.



Nada más entrar, a la derecha, encontramos la Piedad de Miguel Ángel, uno de los principales atractivos de la basílica. No es muy fácil hacer una buena foto aquí, puesto que el cristal que protege la escultura refleja bastante la imagen de los turistas, sobre todo cuando alguno de ellos utiliza el flash.


En la basílica están enterrados la mayoría de los papas, algunos de ellos expuestos en urnas de cristal a la vista de los visitantes. El resto descansan en una estancia aparte que también puede ser visitada. Uno de los que más llaman la atención de la gente es Juan XXIII.
Pero sin duda, lo que más le gusta a Julián de esta basílica (de la que dice que es muy fría y no transmite ninguna sensación, y razón no le falta) es el baldaquino de Bernini.



Al salir de la basílica pudimos ver a algunos miembros de la guardia suiza, con su curioso uniforme, que se habían convertido en la atracción de los que estaban en la plaza.



Desde la plaza de San Pedro nos dirigimos a los Museos Vaticanos donde, sorprendentemente, no tuvimos que hacer absolutamente nada de cola para entrar. Tras pasar los controles nos dirigimos al patio central, y de allí a las salas interiores.



La colección de obras de arte que guarda este museo es indescriptible. Pero una de las esculturas que más nos llamó la atención fue la del atleta griego Creugas. Pausanias, historiador, viajero y geógrafo griego, narra en una de sus obras que tuvo el honor de presenciar en unos juegos Nemeos en Argos (uno de los eventos deportivos más importantes, junto con los Juegos Olímpicos), un combate entre dos púgiles de gran estima entre el público: Creugas, atleta griego nacido en Epidauro y su adversario Damoxenos, nacido en Siracusa.

Al tener uno y otro una gran destreza y habilidad, se terminaba la jornada sin un ganador. Los Jueces decidieron que el mejor golpe dado entre ellos determinaría quien era el vencedor.

Damoxenos, en una acción ilícita, hizo que su contendiente bajara la guardia y quedara indefenso, aprovechando la situación para aplicarle un golpe terrible y decisivo en el vientre.

Creugas se desplomo y murió. Los jueces descalificaron al siracusano por falta de ética deportiva y proclamaron vencedor de este combate a Creugas, que yacía muerto. En honor al griego se levantó una estatua en el templo de Apolo en Argos.

Dieciséis siglos después, el escultor italiano nacido en Treviso, Antonio Canova decidió llevar al mármol al púgil, y esa escultura es la que pudimos ver nosotros en el museo.



Pero sin duda, mi afición por todo lo que tiene que ver con Egipto y las momias en particular, hacen que esta momia, hallada en la necrópolis de Deir el-Bahri en Tebas, sea mi pieza favorita del museo.


Bueno, he de decir que no es la favorita absoluta, sino que comparte su puesto con "La Escuela de Atenas", de Rafael, que representa la Filosofía a través de una escena en la que se narra una sesión entre los filósofos clásicos. Una curiosidad sobre este cuadro es que la mujer rodeada en la foto es Hipatia de Alejandría, gran desconocida para el gran público hasta que Alejandro Amenábar la convirtió en la protagonista de su película "Ágora".


Desde allí nos dirigimos a la Capilla Sixtina (no sé si era por la multitud que se concentraba en la sala intentando hacer fotos y video, pero no me apasionó, prefiero la Escuela de Atenas) y nos dirigimos a la salida, no sin antes fijarnos en la curiosa escalera, donde podemos ver a Julián en el tramo inferior.

Al salir comimos en una pequeña pizzeria y nos fuimos corriendo al hotel a recoger las maletas. Justo al lado de él estaba la Piazza Cavour, que ni siquiera habíamos visto hasta ese momento y cuya iglesia me encantó (chiesa Valdese creo que se llamaba).



Pero ya no nos daba tiempo a verla por dentro, porque teníamos que irnos corriendo a la estación de Termini, donde cogimos un tren con destino Florencia. En la ciudad toscana nuestra parada era la estación de Rifredi, donde debíamos coger el tren que nos llevaría a nuestro destino final: Montecatini Terme.
Al llegar, mi tía nos esperaba en la estación para llevarnos a su hotel. Una ducha rápida y a cenar a casa de mis tíos. Y desde allí otra vez al hotel, esta vez a dormir, que nos esperaba una semana intensa y había que recargar las pilas después de nuestra agotadora (pero inolvidable) visita a Roma.

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